Se sentía alto. Se sentía fuerte. En cierta manera, también se sentía contento. Sentía cómo se alejaba de todo ese papeleo que inundaba su estudio y se esparcía silenciosamente por las mesas de dibujo. Sentía cómo se quedaban atrás todas esas preocupaciones, todos esos folios aún por firmar, todos los proyectos que aún estaban por cerrar.
Había estado diferente en casa. Él lo sabía; y si no se hubiese dado cuenta, ella se habría encargado de recordárselo. Sí, estaba distante. Hacía tiempo que no sacaba a pasear al perro, que no daba la comida a las tortugas. También hacía bastante que no jugaba un rato con los niños en el jardín.
No era capaz de explicarse la sensación de alegría que lo embargaba esa mañana. ¿Hacía un día buenísimo? ¿había mejorado el tiempo? No, probablemente sólo fuese cosa suya. Llevaban semanas sin ver el sol en la ciudad.
La Ciudad, esa cosa tan pequeñita. Eso tan inofensivo que parece que hoy no va a afectarle. No le molestan sus ruidos, su ajetreo. No le molesta la gente que va corriendo con prisa por las calles, y tampoco esos impacientes que no dejan de tocar la bocina. No sabe por qué, pero esa ciudad hoy no le agobia. No tiene la sensación de que no pasa el tiempo en los semáforos. No se enfada con esas baldosas que día tras día intentan mojarle el traje. Y lo que es mejor, no va corriendo. No llega tarde a ese lugar cerrado y con olor a tabaco que las últimas noches no le ha dejado dormir. Nadie le espera.
Todas esas sensaciones se vinieron abajo cuando recordó que iba montado en un globo de gas. Tal vez seguía siendo el mismo.
Laura Saez Diez
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